Tradicionalmente, la sala de reuniones ha sido uno de de los espacios más importantes de la empresa. Ha sido utilizada como un lugar de encuentro, un espacio donde hacer fluir la creatividad, un punto neurálgico de las relaciones con los clientes, proveedores, trabajadores y accionistas, de la toma de decisiones estratégicas y también como un medio para comunicar los valores corporativos.

Pero la irrupción del Covid-19 forzó a multitud de empleados a trabajar desde sus hogares y muchas salas de reuniones han permanecido vacías durante 12 meses. La pandemia provocó una aceleración brutal del uso de tecnologías de videoconferencias y un ejercicio de redefinición del uso de los espacios de oficinas. La verdad es que nadie sabe a ciencia cierta qué aspecto tendrán los lugares de trabajo tras la pandemia.

Algunos estudios recientes tales como “Working from home: Too much of a good thing?” de Kristian Bherens, Sergey Kichko y Jacques-François Thisse que ha publicado el Centro de Investigación Política y Económica desvelan que el teletrabajo y la reducción de espacios de oficinas no es la panacea.  Los autores han estudiado cómo las diferentes intensidades de teletrabajo afectan a la eficiencia de las empresas, así como su impacto en el conjunto de la economía. Concluyen que  el teletrabajo es una bendición ambigua: la relación entre el teletrabajo y la productividad o el PIB tiene forma de “U invertida” y aumenta la desigualdad de ingresos; una reducción excesiva de los espacios de trabajo puede ser perjudicial para todos y exacerbar la desigualdad económica.

Sin lugar a dudas, el teletrabajo aporta muchos beneficios: reducción de costes y tiempo de desplazamiento y, sobretodo, la seguridad al poder evitar el contacto directo con otras personas. Pero tiene también una serie de costes importantísimos y difíciles de cuantificar como el deterioro de la llamada “economía de la aglomeración” que se define por las sinergias y ganancias que experimentan las empresas al estar cerca las unas de las otras y también de los empleados al poder interactuar de forma espontánea e informal.

Según el “National Geographic”: “Hay tanta gente viviendo experiencias similares que este fenómeno ha pasado a conocerse como «fatiga de Zoom», aunque este cansancio también se aplica si usas Google Hangouts, Skype, FaceTime o cualquier otra interfaz de videollamadas. El auge sin precedentes de su uso ante la pandemia ha puesto en marcha un experimento social extraoficial y ha demostrado algo que siempre ha sido cierto a escala poblacional: las interacciones virtuales pueden ser duras para el cerebro.”

Los humanos se comunican aunque no digan nada. Durante una conversación en persona, el cerebro se concentra parcialmente en las palabras que se dicen, pero también extrae significado de decenas de señales no verbales, como si una persona está de cara o ligeramente girada, si está inquieta mientras hablas o si inhala rápidamente justo antes de interrumpirte. Estas señales pintan un panorama holístico de lo que se transmite y la respuesta que se espera del otro interlocutor. Los humanos evolucionamos como animales sociales, así que para la mayoría percibir estas señales es algo natural, hace falta poco esfuerzo consciente para analizarlas y puede sentar las bases de la intimidad emocional.

Sin embargo, una videollamada normal afecta a estas capacidades arraigadas y exige prestar una atención constante e intensa a las palabras. Si solo vemos la cara y los hombros de una persona, la posibilidad de ver los gestos de las manos u otro tipo de lenguaje corporal queda eliminada. Si la calidad del vídeo es mala, se frustra cualquier esperanza de deducir algo a partir de las expresiones faciales mínimas.

Las pantallas con varias personas amplían el problema de la fatiga. La vista en galería supone una dificultad para la visión central del cerebro y lo obliga a descodificar a tanta gente al mismo tiempo que no se obtiene nada significativo de nadie, ni siquiera de la persona que habla.

Esto provoca problemas, como que las videollamadas grupales se vuelven menos colaborativas y más compartimentadas, conversaciones en las que solo hablan dos personas al mismo tiempo mientras las demás escuchan. Como cada participante usa una secuencia de audio y es consciente del resto de las voces, es imposible mantener conversaciones paralelas. Si ves a un solo interlocutor cada vez, no puedes reconocer el comportamiento de los participantes no activos, algo que sí percibirías con la versión periférica.

Para algunas personas, la división prolongada de la atención genera la sensación desconcertante de que te estás agotando sin haber conseguido nada. El cerebro se siente abrumado con el exceso de estímulos mientras está concentrado en buscar señales no verbales que no puede encontrar.

En general, las videollamadas han permitido que las conversaciones humanas se desarrollen de formas que habrían sido imposibles hace unos años. Estas herramientas nos permiten mantener relaciones a larga distancia, conectar salas de trabajo de forma remota e, incluso ahora, pese al agotamiento mental que pueden crear, promover cierta sensación de unidad durante una pandemia. Hasta es posible que la fatiga de Zoom disminuya cuando la gente aprenda a desenmarañar el lío mental que provocan las videollamadas. Pero las reuniones presenciales jamás desaparecerán y, al contrario, serán más necesarias que nunca.  El mundo real y el mundo online deberán aprender a convivir y probablemente los espacios de reuniones deban prever este modelo híbrido de colaboración.

Las salas de reuniones seguirán siendo el centro neurálgico de la empresa y la diferencia es que deberán contar con tecnología que permita colaborar con equipos remotos, con flexibilidad para poder adaptarse a un número variable de participantes y, todo ello sin perder de vista el efecto “wow”: la experiencia de video y de audio debe ser mucho mejor que anteriormente, así como el efecto de admiración causado por un diseño estético exclusivo, sorprendente e impecable.